miércoles, 23 de abril de 2008
Rafael vuelve a Triana.
Tenía el pelo rizado, alegres los ojillos, siempre dispuesto a la guasita fina en la taberna del barrio, con la peña. Había nacido en el Corral del Cura. Su padre trabajaba en el muelle y era anarquista. Su infancia, tan cercana cuando lo conocí, era todavía el imborrable recuerdo de la escuela de la CNT adonde su padre lo mandó, y donde aprendió el himno que cantaba, tira la bomba coge la Star. Se llamaba Rafael y me enseñÓ qué era Triana. Cuando se casó, Rafael se fue a vivir a la calle Fabié. Sala y alcoba. Trabajaba de zapatero en la calle Córdoba. Rafael era el dependiente, babi blanco y calzador asomándole al pecho desde el bolsillo, que se ponía en medio de la calle y cogía al vuelo las cajas que, de una en una, le iban tirando desde el balcón del primer piso. Cuando, cogiendo las cajas, se metían con él, salía Triana: ---Vamos a ver con la guasita... Porque Rafael era Triana. Hablaba del muelle como de su corazón. Como buen trianero, Rafael estaba todo el día como yéndose a la mar, aunque sólo fuera la mar de sus recuerdos cuando, guapo, estirado, sirvió en San Fernando, que para algo le valió que su madre, para que todos olvidaran lo que el padre había sido, lo apuntara en los Flechas Navales. Y más trianero que nunca fue Rafael cuando dejó la sala y alcoba de la calle Fabié y se fue a vivir al Tiro de Línea. No podía pasar una tarde sin ir por el barrio, por la taberna, por la peña. Día que no iba a Triana era como si le faltara algo. Por estos días de Semana Santa, se perdía. Nunca lo vi apegado a cofradías, ni era nazareno de barrio. Pero sabía dónde encontrarle. Bastaba esperar que llegara la Esperanza con las maniguetas de plata como mascarones de proa, abriendo la marea del Altozano. Nunca supe cómo se las ingeniaba. Pero allí, detrás del paso, junto al manto de la Esperanza, iba siempre Rafael. Sus rizos con brillantina, sus ojillos alegres, el mismo traje azul marino que se había hecho para casarse. Profundamente serio. Sin hablar con nadie. Lo veía por la calle San Jacinto, junto a legionarios de brazo tatuado, y lo veía luego por la Puerta de Triana. Más que a rezar, en aquella familia anarquista de Triana, había aprendido a coger la bomba y a tirar la Star. ¿Qué extraña fuerza era entonces la que le mantenía allí, todos los amaneceres del Viernes Santo? Luego, ya con las abiertas claras, iba la Esperanza por la calle Adriano, delante del Baratillo, y Rafael seguía allí, detrás del paso, con su trajecito azul de la boda, con sus rizos del Corral del Cura, con sus ojillos hundidos en carne. La fuerza era Triana. Triana no existe quizá, y los trianeros la inventan junto al paso de la Esperanza. Vienen de todos los polígonos, de todas las barriadas. Si fueron expulsados un día del paraíso de la vera del río, retornan a los muros tutelares que son los malecones de la calle Betis. Vedlos por la mañana, endomingados, de fiesta. Muchos se acaban de levantar, traen la cara lavada con agua y jabón, en el estómago un café bebido, una copa de machaco y el pellizco de una emoción. Hoy Triana existe, aunque derribaran sus corrales, aunque ya no haya niños que jueguen en los atardeceres de la Cerca Hermosa, aunque no haya canarios que canten en las salas y alcobas de una Cava en la que, por cerrar, hasta cerraron el cuartel de los Civiles. Hoy Triana existe porque sé que aunque hace ya muchos años que muriera, Rafael Núñez, el zapaterito de la calle Córdoba que cogía las cajas por el balcón, sigue yendo detrás de la Esperanza. Cierro los ojos junto a esos tambores que siempre, abiertos al río, suenan tan a Cádiz, tan a Tercio de Armada, y sigo viendo a Rafael. Está allí, pegado a la parrilla del manto de la Esperanza. Lleva el trajecito azul marino de cuando se casó y la sonrisa de cuando era feliz. Estoy seguro que Rafael vuelve a Triana. Porque siempre, el Viernes Santo por la mañana, la Triana que ya no existe vuelve a Triana. Antonio Burgos
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